Mg. Cristina Goyes

PUCE – Facultad de Psicología

Docente de la Maestría en Evaluación e Intervención psicoeducativa

kcgoyes@puce.edu.ec

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Al hablar de evaluación estamos abordando una temática central en educación, a partir de la cual surgen múltiples ideas. En efecto, Perrenoud (2008) afirma que todos tenemos recuerdos de algún momento de evaluación en nuestra vida estudiantil. Así pues, dichos momentos despertarán una mezcla de emociones, reflejando situaciones gratificantes o más bien dignas de ser olvidadas.

Este autor también hace referencia a dos lógicas principales dentro del sistema de evaluación en el campo educativo, una tradicional y otra emergente. La primera tiene dos funciones principales. En primer lugar, se evalúa para fundamentar una decisión que tiene que ver con el éxito o el fracaso escolar. Por otra parte, otra de las funciones es certificar los conocimientos adquiridos ante terceros.

Para ampliar estas ideas, se considerarán algunos de los ejes centrales que delinean los modelos de evaluación: medición, eficiencia y arbitraje asociados a una lógica más tradicional, de acuerdo con la propuesta de Elichiry (2004).

En relación con el paradigma de la medición, Elichiry (2004) propone que la evaluación ha estado ligada desde sus inicios a métodos y estrategias que incluyen pruebas y test que nos remiten a la psicometría, los cuales permiten calificar aspectos individuales y no toman en cuenta el conjunto social. Desde ahí, el rol del evaluador está pensado como un técnico.

Posteriormente, surge el paradigma de la eficiencia que no se centra sólo en el individuo, sino que toma en cuenta el currículum, el cumplimiento de objetivos y más adelante, la evaluación de programas académicos. Desde este eje, el rol del evaluador se centra en la descripción de logros y obstáculos. Así pues, “la información obtenida es utilizada para el ajuste y la reformulación en términos de futuros programas, pero en ningún caso para modificar u orientar la evaluación en curso” (Elichiry, 2004, p. 164). 

Asimismo, existe otro modelo basado en la auditoría, llamado paradigma del arbitraje. Dicho modelo, se caracteriza por juzgar, calificar, estimar y decidir. “El evaluador asume el rol de juez, si bien, mantiene las características de técnico y las modalidades descriptivas” (Elichiry, 2004, p. 165), también establece categorías que permiten emitir juicios.

 Hasta aquí, según la autora se observa que hay varios puntos en común entre estos tres ejes: se asume la objetividad evaluadora como resultado de la recolección y análisis de datos, la neutralidad técnica en la intervención y la utilidad de los resultados para la toma de decisiones.

 Para ejemplificar lo anteriormente expuesto, pensemos que el estudiante evaluado a partir de la medición obtiene una nota según su desempeño individual en alguna área (sobresaliente, muy bueno, bueno, regular, insuficiente). Luego, de acuerdo con la eficiencia se determinará la aprobación o desaprobación en base a diferentes criterios, es decir, se describirá si se alcanzó o no los objetivos y contenidos del programa. Finalmente, se decidirá si el estudiante será o no promovido en base a distintos criterios, lo cual da como resultado un juicio, el mismo que indudablemente, impactará en su trayectoria educativa.

 Para ampliar nuestra mirada respecto a la evaluación, es necesario tomar en cuenta la perspectiva de la Psicología Educacional. De tal manera, se considerará a la evaluación como Elichiry (1997) parte del resultado de un proceso de construcción que incluye la interacción de factores políticos, culturales, axiológicos y de representaciones sociales. Además, se ponen en relación aspectos psicológicos y educativos, se profundizan en los aspectos que originan la evaluación, se analiza el propósito por la que es utilizada, así como el contexto en el cual se producen los intercambios entre el estudiante y el docente.

 En este punto, es pertinente retomar el concepto de “trayectorias educativas”, el cual hace referencia a un camino o “recorrido en construcción permanente” (Nicastro & Greco, 2012). Asimismo, este concepto toma en cuenta al estudiante desde su dimensión personal y social, inmerso en un determinado contexto, dentro de una institución educativa que tiene sus características y particularidades.

En la actualidad también se piensa en que las trayectorias educativas son diversas, y no lineales. Terigi (2007) sostiene que existe una diversidad de casos de estudiantes que no consiguen cumplir los lineamientos establecidos por la evaluación del sistema educativo. A partir de ahí, surgen las trayectorias reales o “trayectorias no encauzadas”. Esta autora expone que dichas trayectorias son las que gran parte de los niños y jóvenes transitan en su escolarización, de modos heterogéneos, variables y contingentes. Adicionalmente, hay que mencionar que las trayectorias reales se ubican en el marco de una historia, de una situación determinada, no pueden anticiparse totalmente y siempre contarán con sentidos que requieren de reinvención y de construcción (Nicastro & Greco, 2012, p. 26).

 Ahora bien, desde el lado del docente, cabe señalar que actualmente, la evaluación en el aula es constante, así pues:

“La ponderación del trabajo de un alumno, un comentario acerca de una idea o una producción, un señalamiento, una corrección, una palabra de aliento o de desaliento; forman parte del repertorio de prácticas de evaluación. Cada uno de estos actos contiene una decisión. Cuando el maestro aprueba una intervención de un alumno, evalúa. Cuando el maestro evalúa, decide” (Bendersky, 2011).

Por tanto, como toda práctica educativa, la evaluación implica una toma de decisión por parte de un otro. De tal forma, también involucra aspectos de la subjetividad referidos a las creencias, valores y experiencias de dicho docente.

 Por tanto, establecer modelos de evaluación para un grupo de estudiantes se convierte en un gran desafío que conlleva tensiones y conflictos, ya que en el aula coexisten diferentes formas de internalizar conocimientos, así como una amplia gama de saberes y dificultades. A su vez, hoy por hoy, existen aulas cada vez más heterogéneas con distintas necesidades, donde se hace cada vez más necesario hacer lugar al estudiante desde su singularidad en ese espacio colectivo.

Desde ahí, es menester pensar en un tipo de evaluación comprensiva que apunta a un proceso gradual y siempre provisorio. Este tipo de evaluación se focaliza en brindar información que oriente con fines educativos, en términos de dar cuenta lo que el sujeto puede, inferir procesos y acompañar con estrategias de intervención (Elichiry, 2004, p. 167).

 Esto quiere decir que la evaluación al ser comprensiva tiene que ver con personas concretas en contextos particulares. De tal forma, se hace referencia a problemas, procesos, actores, participación, historia, transformación y cambio. A partir de ahí, el rol del evaluador incluye a los propios destinatarios de la evaluación, a través de un proceso de negociación interactiva en el que se determinan los parámetros y alcances de forma conjunta. Los destinatarios pueden plantear diversidad de necesidades, problemas y desafíos, así como manifestar sus preocupaciones (Elichiry, 2004).

 Al respecto, Perrenoud (2008) propone que cuando un artesano elabora un objeto no deja de observar el resultado para ajustar y corregir sus acciones. Del mismo modo, sugiere que cada docente que se dirige a un grupo debe regular su acción en función de la dinámica del conjunto, del nivel general y de la distribución de los resultados. Por tanto, no se puede mejorar la evaluación sin tocar el conjunto del sistema educativo. Allí, el autor sostiene que será necesaria una intervención diferenciada.

 

 

Figura 1: Adaptado de “La evaluación del aprendizaje de los estudiantes: ¿es realmente tan complicada?” por Revista Digital Universitaria, UNAM, (2018), (https://www.revista.unam.mx/2018v19n6/evaluacion-del-aprendizaje-de-los-estudiantes).

 

     Para concluir y como lo muestra la Figura 1, es fundamental que como docentes reflexionemos acerca de los diferentes modelos y enfoques de evaluación, cómo se articulan en nuestra práctica cotidiana, los criterios que los sostienen, y principalmente, el impacto que tienen en los estudiantes. Todo esto enriquecerá nuestra mirada acerca de la complejidad en la construcción del conocimiento conjunto dentro de una institución.